Violencia intrafamiliar en pandemia: un problema estructural


Por Marcelo Rioseco, Secretario General PH

El COVID19 no solamente ha significado un problema sanitario de escala mundial, sino que ha impactado profundamente la forma de vida y de adaptación de la gente. De una u otra manera, todas las personas nos hemos visto forzadas al confinamiento y al “distanciamiento social”. Sin embargo, no todos los encierros son equivalentes. 

No es lo mismo estar encerrado en una casa grande, con espacio para cada persona que habita en ella, con buena conectividad, Internet, televisión, con un sustento económico asegurado y con la posibilidad de teletrabajar, que estar hacinado en una vivienda precaria, sin privacidad, con problemas de ruidos, de malos olores, de drogadicción y alcoholismo, sin recursos económicos, sin empleo o con un trabajo precario y mal pagado que implica exponerse al contagio del COVID19; o ser un adulto mayor, con dificultades de salud y movilidad, que vive solo/a en una casa sin las condiciones apropiadas y que se ve afectado por el encierro y el abandono.

No todos los encierros son iguales, ni asimilan de la misma forma la violencia estructural incorporada en la sociedad. Hay un conjunto de factores que inciden en el tipo de confinamiento que las personas viven a causa de la pandemia: la situación económica y habitacional, las oportunidades de empleo, la salud, la edad, la capacidad de autovalencia y el género, entre otros. En lo que se refiere al género, en una sociedad machista como la nuestra, muchas mujeres se han vuelto particularmente vulnerables en las actuales condiciones de encierro y desempleo. Veamos esto con un poco más de detalle.

En el modelo tradicional de pareja y de familia, la mujer asume el cuidado de la familia, la crianza y los quehaceres del hogar. El hombre, por su parte, cumple el rol de proveedor. Por supuesto, que este patrón es un imaginario y dista mucho de cumplirse, no solo en la familia chilena actual, sino tampoco se ha cumplido en otras épocas: el "guacho", como el/la niño/a criado/a por la madre y, generalmente, por la abuela, es una figura común en la historia de nuestro país. De todos modos, a pesar de que la mujer, en la época actual se ha introducido cada vez más en el circuito del trabajo remunerado, aún sigue recayendo sobre ella el papel principal en la crianza de los/as hijos/as, lo que hace que su empleabilidad sea más intermitente y que sus oportunidades de desarrollo económico y profesional sean, en la mayoría de los casos, más limitadas.

En este mismo sentido, el modelo de familia convencional, tiende a fragmentarse cada vez más. De acuerdo a los datos del último Censo, los hogares clasificados como “nucleares” constituyen un 54,1%. Sin embargo, sólo el 41,4% son biparentales, es decir, están compuestos por una jefatura de hogar y un cónyuge o conviviente, con hijos o sin hijos. El otro 12,7% son nucleares monoparentales, que en los últimos 15 años han aumentado en un 4,1%. Sin embargo, una tendencia más notoria todavía es que los hogares nucleares disminuyeron significativamente en favor de los hogares unipersonales, los cuales se duplicaron, pasando de un 8,5% en 1992 a 17,8% en 2017. Vale decir, hay un número mayor de personas viviendo solas, pero también que hay más hogares donde existe un solo progenitor, habitualmente una mujer. Ha crecido el número de hogares, pero ha disminuido su tamaño, que en promedio ha pasado de 4,4 personas por hogar en 1982 a 3,1 en 2017. 

Ocurre, entonces, que las mujeres que tienen hijos/as suelen verse enfrentadas a tres alternativas: a) asumen solas la crianza, muchas veces en condiciones precarizadas, b) la llevan a cabo con el apoyo de algún familiar, generalmente, la madre, c) la asumen con una pareja, muchas veces en situación de dependencia. Estas tres opciones se corresponden con los datos del último Censo de 2017. El número de hogares que declara jefa de hogar a una mujer, aumentó de 31,5% en 1992 a 41,6% en 2017. Las mujeres jefas de hogar predominan solo en los hogares monoparentales y de menores ingresos. En los hogares nucleares biparentales, más del 70% de los jefes de hogar declarados son hombres, lo que significa que cuando los dos padres están presentes, lo más habitual es que se atribuya ese papel al hombre.

En el caso de Chile puede observarse que durante la pandemia han aumentado significativamente las llamadas de consulta al Fono de Orientación en Violencia, del Ministerio de la Mujer (aumento del 45%) y al Fono de Violencia Intrafamiliar de Carabineros (aumento del 70%), mientras que las denuncias formales han disminuido en relación al año pasado. ¿Cómo se explica esta contradicción? Se dice que, probablemente por las restricciones del COVID19, hay mujeres agredidas que no han podido salir de sus casas para denunciar. Esta explicación es poco plausible, ya que ante una situación de amenazas y de peligro, es muy difícil que alguien decida contenerse por el temor a transgredir el confinamiento. Por otra parte, sería una falta de criterio enorme detener y multar a una persona que rompe una cuarentena para dirigirse a una comisaría a realizar una denuncia por violencia intrafamiliar. ¿Qué ocurre, en cambio, si una denuncia tiene poca o ninguna posibilidad de resolver el problema de la persona que llama para consultar o pedir ayuda? ¿Qué ocurre con una mujer que vive de allegada con su(s) hijo(s)/a(s) en la casa de un pariente y se siente afectada por violencia doméstica? ¿De qué le sirve hacer una denuncia que podría derivar en que esa mujer tenga que salir de la casa donde vive? ¿Qué pasa cuando la expresión de la violencia intrafamiliar está vinculada a malas condiciones de vida y a relaciones interpersonales dañadas, en un contexto donde las posibilidades de respuesta de los afectados se han reducido de manera dramática?

Ante problemas estructurales, las soluciones deben estar orientadas hacia cambios estructurales, aun cuando necesiten ser eficaces a corto plazo. Esta pandemia ha puesto en evidencia la fragilidad de algunos sectores en la sociedad, dentro de los cuales se encuentran muchas mujeres. Sin embargo, no son las únicas. Las personas y grupos más vulnerables están siendo fuertemente golpeados por esta crisis: gente de la tercera edad, niños/as, migrantes, trabajadores informales, personas que viven del comercio sexual. Dentro de estos grupos, también, hay muchos hombres que tienen pocas oportunidades y que viven en condiciones de precariedad. ¿Qué está pasando con las familias que escapan al patrón binario mujer-hombre? ¿Qué sucede con los hogares de parejas homosexuales o de familias transexuales? ¿Acaso la violencia intrafamiliar, en esta situación de encierro, incertidumbre y estrés, es algo que no existe para estos grupos de personas?

Abordar la violencia intrafamiliar que se ha desencadenado en esta pandemia, a través de los estereotipos instalados en la sociedad y que muchos medios de comunicación promueven, no ayuda a resolver el problema. Primero, la familia chilena común que se consolida, no corresponde al modelo mamá, papá, niños, casa con jardín y una mascota. En segundo lugar, el rol relacionado con la crianza y el cuidado de las personas no tiene porqué estar relacionado con lo femenino y el rol de proveedor, con lo masculino. Es fundamental romper con estos estereotipos y aprender desarrollar formas de convivencia que favorezcan la libertad, la paridad y el bienestar de todos y cada uno de los integrantes de un grupo familiar, más allá de cómo esté conformada esta familia. En tercer lugar, sembrar un manto de sospecha sobre los hombres, asumiendo que todos son posibles victimarios, en los casos de violencia intrafamiliar, tiene un efecto de espectacularidad importante: impacta. Sin embargo, no ayuda a transformar las condiciones de fondo para avanzar hacia una sociedad que promueve iguales derechos y oportunidades para todos/as, incluyendo, por supuesto, la igualdad de género. Los estereotipos tampoco sirven para generar conciencia, ni para desarticular la violencia, entendiendo a ésta como la negación y la anulación de la intencionalidad de otros/as ser(es) humano(s), independiente de su sexo, su género, su etnia, su clase social, su nacionalidad o cualquier atributo que lo(s) identifique(n). La dualidad víctima-victimario, basada en nuestra moral decadente se basa en una concepción binaria de lo bueno y de lo malo y nos predispone a encontrar la causa de la violencia en un símbolo que lo representa o encarna. Asimismo, dificulta que las personas nos hagamos cargo de la violencia que porta nuestra propia mirada y del papel que jugamos en la cadena de malos tratos que experimentamos al interactuar con otros. En síntesis, la dualidad víctima-victimario des-humaniza tanto a la víctima como al victimario, convierte a las personas en cosas sin intención y las aleja de una comprensión más profunda del problema de la violencia, y, por supuesto, de la solución del problema.

¿Qué hacer, entonces? Lo primero, es cambiar el punto de vista, tratar de empatizar con los diferentes sectores sociales que más están sufriendo en esta pandemia y generar las condiciones mínimas de subsistencia, cuando no las haya, para que las personas puedan llevar el confinamiento de la mejor forma posible. Asimismo, el Estado debe disponer de asistencia psicológica para atender a las personas con problemas de estrés, ansiedad, claustrofobia o cualquier tipo de enfermedad asociada a la condición de encierro en esta crisis. También es necesario prevenir, detectar y desarrollar, oportunamente, tratamientos para el aumento del alcoholismo y la drogadicción que se está dando en muchos hogares, a lo largo del país. Finalmente, el Estado no solo debe incentivar las denuncias, en los casos de violencia intrafamiliar, sino que debe entregar las condiciones para que esas denuncias tengan solución. Las casas de acogida, por ejemplo, son una buena alternativa. Actualmente existen 109 de estas casas para la mujer, desde Arica hasta Magallanes. Habría que evaluar si en este contexto de pandemia, ese número es suficiente y si es necesario disponer de opciones equivalentes, para otros grupos en situación de riesgo.

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